Desde el Delta del Paraná hasta Bahía Lapataia, en Tierra del Fuego, hay 4.725 kilómetros de costa marítima. Y en esa inmensa extensión sobresale una apabullante fauna que forma parte del ADN del Atlántico Sur. Desde hace décadas se concentran allí cientos de barcos de distintas nacionalidades, en un área que va desde Bahía Blanca a Caleta Paula, en Santa Cruz. A veces en el alta mar, por fuera de las 200 millas que Naciones Unidas le reconoce al país ribereño. Y otras tantas dentro, violando fronteras y propiedad, seducidos por la promesa de un negocio que se llama calamar, merluza común, merluza negra o abadejo, por citar a las especies más frecuentes y cotizadas.
En esta moderna piratería, el mayor protagonismo lo tienen chinos, coreanos y taiwaneses, con nutrido aporte español y de otras banderas. Es que ya no quedan océanos como el Atlántico Sur, huérfano de las regulaciones que, con libreto de la ONU, ordenan la pesca en el mundo. Y que son imprescindibles, porque los peces no entienden de fronteras, cruzan las 200 millas en ambas direcciones, y se convierten, como el calamar, en “especies trans zonales”. Alli las acecha una flota que entre enero y junio supera las 200 unidades, con barcos de apoyo para abastecimiento y transbordo de carga, muelles amigables en Montevideo, y bodegas de hasta mil toneladas en cada barco. Con picos de 40 a 50 toneladas por día y a precios de mercado, este año vienen facturando más de US$ 2,5 millones cada veinte días.
Esta semana se calentó la escena, cuando Armada y Prefectura trajeron a puerto a un chino y a un portugués.”Pero vienen todos los años, y cuando hay más captura, como en esta temporada, se vuelven más audaces”, dice Juan Redini, presidente de la cámara que agrupa a los pescadores de calamar. Efectivamente, el fenómeno no es nuevo y el canciller Solá lo conoce de primera mano.
En tiempos de Carlos Menem y como secretario de Agricultura, Felipe Solá solía subirse a un helicóptero y observar cómo esos buques, iluminando como una ciudad las noches del Atlántico Sur, cosechaban a destajo los recursos pesqueros. Y lo siguen haciendo, con un riesgo que no es sólo biológico.
Para Eduardo Pucci, Director Ejecutivo de OPRAS (Organización para la Protección de los Recursos Pesqueros del Atlántico Sud occidental), “hay que sumar las exportaciones perdidas, porque son barcos que operan con subsidios y sin marco laboral alguno, planteando competencia desleal y en los mismos mercados”.
OPRAS, de la que participan Redini y otros empresarios del sector, busca una solución de fondo. ”La vigilancia es necesaria pero no suficiente”, dice Pucci, que durante el gobierno de Macri llevó el problema a la cancillería y nunca lo tomaron en cuenta. Ahora pidió reunirse con Solá y lo atendió Daniel Filmus en su condición de secretario de Malvinas, Antártida y Atlántico Sur.
OPRAS apunta a un acuerdo con Uruguay y Brasil, los otros afectados en tanto países ribereños, y excluye a los kelpers de la negociación. Entre privados ya hubo progresos, como el documento firmado con Sindipi, gremial empresaria de la pesca brasileña, que también padece a los piratas con el atún y el pez espada. Pucci es optimista, y cita el ejemplo del Pacífico Sur, donde Chile, Perú y Ecuador comparten una mesa de 15 países entre los que figuran China, Corea y Taiwan. “Con el respaldo de nuestros gobiernos y con las herramientas jurídicas disponibles, se puede empezar a trabajar”, soltó.
Para Ricardo Patterson, ex Consejo Federal Pesquero, como los peces no saben de fronteras “no hay más alternativa que normalizar y ganarle a estos piratas de última generación con la cooperación entre países”.
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